EL MÉTODO DEL LEÑADOR DE OKLAHOMA
Durante mi período inicial en la Escuela, el ratón era tan sólo un roedor común y el rotring, la sofisticada herramienta de dibujo que yo anhelaba mientras sostenía un tiralíneas en la mano. El profesor por quien tuve conocimiento del método del leñador era un severo geómetra, cuyo perfil, de pie al fondo del aula, se recortaba con benemérita estampa sobre la pizarra, augurando cursos difíciles. Y lo fueron. Mi rebeldía juvenil topó directamente con su firme carácter y, tras varios desencuentros, decidí abandonar sus clases. Señor Torné, me decía, parece estar usted además de errado sin hache, herrado con hache; si no sabe resolver el problema, aplique usted el método del leñador de Oklahoma. Me resistí siempre a preguntarle abiertamente por dicho método, por miedo a reconocer mi ignorancia: el orgullo me lo impedía. Pero poco a poco y con mucha habilidad, el profesor supo lanzarme el desafío de aprobar sus asignaturas, y movido por el mismo orgullo que alimentó mi cerrazón, mordí el anzuelo del reto y lo convertí en el objetivo del siguiente curso.
Me coloqué en primera fila, acudí a todas sus clases, busqué libros de geometría y perspectiva, pregunté a todo aquel que pudiera enseñarme algo sobre el tema y pasé largas horas dibujando. Además, a sabiendas de que el profesor parecía elevar el nivel de exigencia conmigo al calificar los ejercicios, me limité a esforzarme todo lo que pude, hasta que un buen día llegaron los aprobados y tras ellos las buenas calificaciones e inesperadamente una relación de complicidad entre ambos. Al final, consiguió exprimir todas mis capacidades en esa área, aunque he de reconocer que, tal vez por mi juventud, en aquel momento no supe apreciar la trascendencia que el método del leñador tendría en mi vida. Me conformé con creer, ingenuo, que se trataba de una mixtura entre el teorema de Pitágoras y la cuenta de la vieja.
Corrían años grises para la Escuela, que por momentos semejaba estar al borde de la desaparición, sumida más que nunca en un limbo administrativo con el que sólo competía nuestra indolencia. Muchas tardes nos sumergíamos en una especie de letargo, y porfiábamos en los pasillos sobre qué debía hacerse en la Escuela y cómo. Pero siempre con esa actitud tan nuestra, que nos llevaba a conversar y a protestar, mientras no se aceptaba ningún compromiso que sirviese para que las cosas mejorasen.
Mi segunda etapa en la Escuela —cuando los ratones llevaban una pesada bola en su vientre y algunos ya habíamos empezado a dibujar con tinta-pixel en pantallas—, se debió a que sentía la obligación de cumplir ciertos compromisos conmigo mismo. Quería superar las asignaturas pendientes, normalizar mis estudios y, en fin, finalizar mi trayectoria en la Escuela sin hacer ruido. Pero no resultó del todo así, porque prosiguieron las tardes de indolentes protestas en los pasillos, tras las cuales sentía yo una cada vez más profunda desazón. De nuevo coincidí en las aulas con el viejo profesor. Señor Torné, mi nunca suficientemente bien ponderado alumno, solía decirme, mientras apoyaba fuertemente su mano en mi hombro.
Aún disfruté de una tercera etapa, cuando ya los ratones se orientaban con láser y los plotters trazaban velozmente las líneas imaginadas unos segundos antes en el aula de dibujo. Fue entonces cuando comprendí, o al menos así me gusta creerlo, que el método del leñador consistía precisamente en salir de la indolencia y de la pasividad, en ir al encuentro de todo y que nada te venga dado en la mano, ni siquiera el conocimiento por parte de tu profesor. Lee, busca, trabaja, no importan las herramientas ni las carencias o los contratiempos, siempre hay una manera de aprender las cosas, y de hacerlas. No es lo primordial si careces de lápices de acuarela, marcadores especiales, barro rojo, carboncillo o papel; la creatividad y el conocimiento de los fundamentos del arte y el diseño deben sobreponerse a estas circunstancias. La creación no se funda en las herramientas, sino en la sabiduría y en la imaginación, aderezadas por una intensa pasión: solo así encuentras lo que buscas.
De este modo, entendí que el método —que trazaba un puente entre los pobres oficios artísticos y las ricas finas artes—, debía ser el principio de toda la actividad de la Escuela e incluso de uno mismo. Y también me di cuenta de que, de una forma u otra, siempre había sido así, dado el poco presupuesto y las modestas instalaciones, además del olvido administrativo: sólo teníamos nuestra imaginación, nuestra fuerza de voluntad y nuestras ganas de hacer cosas. Efectivamente, los problemas de geometría y perspectiva que planteaba el severo geómetra tenían solución, pero era necesario hacer algo más que acudir a clase, había que estudiar, investigar, preguntar, intercambiar información y había que dibujar sin desmayo.
A este último retorno a la Escuela me empujó el deseo de recibir clases de un par de arquitectos que aún siguen siendo voz de mi conciencia de proyectista, y de una escultora por la que sentía y siento una gran admiración. Al cabo, fue ella quien me mostró, sin darse cuenta, la verdad y esencia del método que algunos podrían definir coloquialmente como ¡buscarse la vida!. Si el viejo profesor lo había verbalizado previamente, ella fue la prueba misma de la existencia del método del leñador, que solía aplicar con gran capacidad y obstinada insistencia.
También fue ella quien cambió mi destino en la Escuela, para siempre. Ocurrió durante una de mis encendidas defensas de qué cosas deberían hacerse; aunque esta vez no sucedió en los indolentes pasillos, sino en la Sala de Dirección y en presencia del severo geómetra. La escultora, dando forma y cauce al método aplicado a mis inquietudes con la Escuela, me retó: pues, tiene usted una oportunidad de oro para llevar a cabo todo lo que proclama: preséntese a las próximas elecciones al Consejo Escolar, exponga sus proyectos, gánelas e incidirá en las decisiones internas. De camino, prosiguió mi viejo profesor, preséntese como delegado de centro y podrá defender sus ideas y las de sus compañeros directamente en la Delegación. Me desarmó y no me quedó mas remedio que aceptar el desafío. Fueron mis años más felices y de más intensa actividad en el centro, junto a un grupo de alumnos y profesores empeñados en no caer en la inactividad, ni en la desesperanza. Lo recuerdo como un tiempo muy constructivo, al menos para mí, durante el cual no volví a sentir la antigua desazón, hija de la pasividad y de la indolencia.
Cuando me incorporé a la Escuela en esta tercera etapa, el curso estaba ya comenzado y la primera clase a la que me dirigía, también. Como recordaba perfectamente el fingido mal carácter de mi viejo profesor, ya cercano a su jubilación, me acomodé en la última fila, sin apenas hacer ruido. Él me miró de reojo y dio un profundo suspiro mientras cerraba los párpados pausadamente, mostrando así la paciencia que tenía conmigo ante aquella interrupción. Al término de la exposición del ejercicio que se debía realizar en clase, los alumnos irrumpieron en voces. Los tecnócratas afirmaron: ¡no es posible realizar el ejercicio con tan pocos elementos, faltan datos!; los legalistas, entre aspavientos, exclamaron: ¡eso es temario de otro trimestre y por lo tanto no estamos obligados a realizarlo!; el despistado preguntó: ¿podemos usar calculadora?. Todos se giraron hacia mí cuando el viejo profesor me miró y pausadamente me dijo: mi buen amigo y nunca suficientemente bien ponderado alumno Torné, parece usted impaciente por revelarnos el método a través del cual se puede resolver este ejercicio, ¿no es así?. Sí, señor, respondí mordiéndome la sonrisa, el método del leñador de Oklahoma.