Con frecuencia el paisaje urbano que nos es cotidiano es el que más nos pasa inadvertido. Pocas veces son las que en el día a día, tenemos una mirada atenta o sosegada hacia nuestro alrededor. No es extraño así, verse sorprendido por personas que se encuentran de visita y que nos descubren algo anecdótico, singular, o que muestran un conocimiento detallado de algunos edificios de nuestra ciudad que desconocíamos o que habíamos prácticamente olvidado a fuerza de no ir a verlos. Que si el autor de esa arquitectura, que si esa cornisa o mira la forja de aquella reja y la talla de esa ménsula...
Sucede esto también con los lugares más típicos de una ciudad a los que finalmente, a riesgo de caer en los tópicos, parece que sólo van los turistas. Incluye esto también a las esculturas urbanas que, desgraciadamente tan a menudo, suelen caer y quedar en cacharrería de carácter épico, triunfalista o a mayor gloria de un efímero gesto político a la ciudad que, con más o menos acierto de sus autores, pasan igualmente ignoradas con el tiempo por sus conciudadanos.
Sólo en muy contadas
ocasiones, aparece una joya llena de conocimiento, de sensibilidad, de
escultura de buena factura, de arte con mayúsculas al servicio de un encargo
público. Una obra de las buscadas y fotografiadas diariamente por los turistas y de las necesarias de revisitar y no dejar en el olvido por sus vecinos. La obra de Coullaut Valera (Marchena, Sevilla 1876-Madrid 1932) es uno de esos casos.
Para la familia Domenech Coullaut
El monumento a Bécquer en el parque de María
Luisa, Sevilla.
El grupo escultórico no forma un grupo cohesionado con un sólo ángulo de visión. Las figuras están colocadas sobre una bancada circular de mármol bajo un árbol, unas sentadas y otras de píe, de modo que para ver todas las figuras hay que ir paseando, girando alrededor del tronco. El encargo elaborado por Coullaut Valera, sitúa
y contextualiza bien el tema con el personaje, tanto en la localización dentro de este jardín umbrío, como en el vestido de las figuras. Solo una mirada superficial y lejana
hablaría de manierismo o costumbrismo. De cerca, en la escala en la que se
desarrollan las figuras (esto es importante pues el grupo escultórico se sitúa
en un pequeño jardín circular escondido y rodeado de setos) se observa
rápidamente que no hay rostros idealizados o marmóreamente rígidos, de falsas
bocas, de mejillas imposibles o de ojos de mirada vacía al estilo pretenciosamente
clásico. Son rostros dotados de un realismo naturalista conmovedor, que
despiertan de inmediato un inesperado afecto por una figura de piedra hasta el
punto que, se llega a lamentar profundamente la rotura de la nariz a una de
ellas, tanto como la posterior restauración con una amalgama de algún cemento
y áridos de color gris.
Los vestidos no pretenden hacer una oda al
vestido de volantes andaluz, nada de monumentalismo grandilocuente, están magistralmente descolocados, caídos a un
lado y a otro con naturalidad, parecen tener entretelas, gasas y tules, y la sensación de
volumen sin peso aquí esta muy lograda. Además, están inteligentemente colocados, pues
fuerzan una perspectiva hacia los rostros a la vez que nos aleja de ellos,
generando ese gesto coqueto y vergonzoso en retroceso.
Llegados a este punto, hay que
destacar que al ángel cupido sólo se le puede ver la cara desde una posición
reclinada hacia la figura que representa el enamoramiento. Una vez ahí, cuando
nos acercamos y ella parece retroceder, descubrimos inocentemente que cupido se
gira y nos sorprende, dedicándonos una mirada cómplice y una sonrisa pícara. Parece
claro en este detalle, que el autor concibió esta obra para ser observada de
cerca, sin peanas, sin rejas, para ser compartidas con sencillez como si de
otras personas sentadas en el parque, tal vez nuestros vecinos, se tratase.